La columna de Joan Costa en Experimenta

La columna de Eugenio Vega: La mano (y la voluntad) de Dios

“Que me digan desde Buenos Aires, si están viendo el partido, por favor, si puede ser valido el gol de Maradona aunque el árbitro lo haya concedido. Argentina está ganando por uno a cero y, que Dios me perdone por lo que voy a decir: ¡con un gol con la mano! ¿Que quieren que les diga?”

Víctor Hugo Morales, Estadio Azteca (México DF), domingo 22 de junio de 1986, 13,07 hora local.

Entre los frecuentes (y estériles) debates que entretienen a diseñadores y académicos cabe destacar el que se ocupa en fijar el momento histórico en que esta práctica apareció con rasgos suficientes para ser definida como tal. La discusión es tan enconada que, mientras unos sitúan ese momento en la más lejana prehistoria (Sotssas, 1971), otros creen más sensato hacerlo en los inicios de la sociedad de consumo. 

En 1986, año de inolvidables emociones, se publicaron dos libros que tuvieron desigual repercusión en España: el primero de ellos, la Storia del Design de Renato de Fusco (traducido al castellano veinte años después) despertó algún interés, cosa lógica en aquellos tiempos de fervor peninsular hacia todo lo que llegaba de la dulce Italia (ya fuera una declaración de Ettore Sottsass o una opinión de Giulio Andreotti). El otro, de cuya publicación nadie tuvo noticia, fue Objects of Desire de Adrian Forty, editado por la británica Thames & Hudson.

Renato de Fusco, veía necesario para designar una actividad como propia del diseño que permitiera reproducir algo sin límite a partir de una matriz. Según ese criterio, fijaba el origen del diseño en la aparición de los tipos móviles en el siglo XV. Forty, menos rígido en cuestión de definiciones, se limitaba a señalar algunos avances que dieron forma al diseño como práctica. Influido (de manera inconsciente) por la barbarie del pensamiento marxista (Kinross, 2002, 158), señalaba la importancia de la división del trabajo como esencial para el origen de esta disciplina. Por ese motivo, destacaba la relevancia de las cerámicas de Jossiah Wedgewood que, aunque precisaran de la actividad manual, se producían en talleres organizados conforme a una racional división del trabajo.

II

Quien más empeño puso en sistematizar de un modo científico esa forma de organizar la producción fue Frederick Winslow Taylor, un típico personaje de la expansión económica de los primeros años del siglo pasado en Estados Unidos. Taylor estableció una metodología para obtener un mejor rendimiento de los trabajadores a la que denominó management científico. Con el propósito de imponer la normalización en las cadenas de producción, cronometraba el tiempo empleado por cada trabajador en las distintas tareas, las dividía en unidades menores, establecía un tiempo para su realización y eliminaba los movimientos que consideraba innecesarios. En consecuencia, el obrero se veía privado del conocimiento y las habilidades necesarias que le hubieran permitido supervisar su propio trabajo y se veía reducido a un mero engranaje del sistema. En la (interesada) opinión de Taylor, si el trabajador fuera capaz de organizar la actividad productiva conforme a sus criterios, sería imposible que el capital pudiera imponerle ni la eficiencia metodología necesaria ni el ritmo de trabajo deseado. En realidad, la gestión científica del trabajo no solo se ocupaba de lo que el operario tenía que hacer sino, sobre todo, de cómo debía hacerlo y en cuánto tiempo (Taylor, 1919, 21).

En The Big Money (El gran dinero) John Dos Passos dedica a este ciudadano ejemplar un merecido espacio y relata cómo su obsesión por el tiempo le acompañó hasta los últimos momentos de su ajetreada vida. Ingresado, como consecuencia una neumonía, en un hospital de Filadelfia (su ciudad natal), falleció a las pocas horas mientras sostenía en su mano un despertador al que estaba dando cuerda (Dos Passos, 2007, 37).

III

Pero, la división del trabajo, que no nació con el capitalismo financiero ni con la aparición del petróleo, era habitual en muchas prácticas preindustriales. Basta recordar cómo se confeccionaban los libros desde el siglo XV: mientras un operario componía el texto, otro tallaba las estampas y un tercero se ocupaba de cualquier otra cosa, un procedimiento sin el que esa industria hubiera quebrado. Cierto es que, en ocasiones, los libros se remataban como se podía y, llegado el caso, un mismo grabado podía utilizarse en dos obras diferentes con el único propósito de rellenar el espacio vacío, aunque la imagen no tuviera mucho que ver con lo que se contaba.

De estos enredos derivados de la división del trabajo son de interés los que caracterizaron el periodo entre 1840 y 1880, Durante esos cuarenta años, aunque se hacían fotografías para propósitos tan dispares como retratar a Isabel II de España o documentar la guerra de Crimea, no era posible publicarlas en los periódicos (ni en los libros) de manera directa. Hacia falta que alguien copiara las fotografías manualmente y que de esos dibujos se hicieran grabados más o menos aparentes. Que las estampas no se parecieran mucho a las imágenes originales era lo más frecuente, pero los lectores, que no podían comparar el original con la copia, quedaban más que conformes con lo que veían. 

Además, con grabados así era como los artistas europeos conocieron las obras de los grandes maestros. Copias poco fieles de los cuadros de Rubens, Tiziano o Velázquez circulaban por Europa para un mercado de pintores y artistas de todos los pelajes y categorías. En esas condiciones no es de extrañar la situación a la que llegó la pintura a mediados del siglo XIX (Ivins, 153, 64).

En la prensa, sobre todo en la norteamericana, la confección de esos grabados estaba sujeta a una necesaria división del trabajo, de tal manera que, para cada cosa, había un especialista: quien se dedicaba a dibujar árboles poco sabía de dar forma a las nubes, y quien destacaba en la representación de los animales de carga apenas era capaz de dibujar un edificio. Es decir, cuando se copiaba una foto para publicarla en un periódico, intervenían docenas de manos, con métodos nada personales y carentes de cualquier emoción. Para colmo de males, cuando hacían falta varias planchas para imprimir una hoja de mayor tamaño, aparecían quienes estaban especializados en resolver las uniones de esas matrices con soluciones de compromiso. Los resultados distaban mucho de lo que cualquiera denominaría el “noble arte de la estampa”.

Su majestad la reina Isabel II, a sus treinta (espléndidos) años, en una fotografía tomada por Jean Laurent en la Villa y Corte hacia 1860. Tamaño de la imagen: 24,10 x 19,10 centímetros. Museo del Prado. Dominio público.
Su majestad la reina Isabel II, a sus treinta (espléndidos) años, en una fotografía tomada por Jean Laurent en la Villa y Corte hacia 1860. Tamaño de la imagen: 24,10 x 19,10 centímetros. Museo del Prado. Dominio público.

IV

Hacia 1880, un tipo bastante espabilado, Stephen H. Horgan, natural de Virginia, dio con un ingenioso procedimiento para resolver este problema: consistía en reproducir en alto contraste una imagen (ya fuera un dibujo o una fotografía) interponiendo entre el original y el material sensible un cristal en cuya superficie se había dibujado una trama formada por líneas horizontales y verticales. Como por arte de magia, los originales de tono continuo (es decir, formados por una escala más o menos amplia de grises) se convertían en un mosaico de puntos negros de desigual diámetro (en proporción a los tonos originales), algo que cualquier persona un poco miope ha visto mil veces cuando acerca a sus ojos una fotografía impresa en un periódico. 

Cuando Horgan le presentó su invento al poderoso editor Gordon Bennet (hombre de costumbres desordenadas), su reacción fue despedirlo sin más contemplaciones por creer que estaba ante un granuja que le tomaba el pelo. Pero los esfuerzos de Horgan no fueron en vano y el 4 de marzo de 1880, el Daily Graphic de Nueva York publicó un fotograbado, con su tecnología, que reproducía (sin otra intervención que no fuera la mano de Dios) una anodino paisaje.

A partir de entonces, como señalaba Ivins, la invasión de fotografías en los impresos permitió comprender la diferencia entre información visual y expresión visual (una distinción esencial) y “los artistas se encontraron, de pronto, liberados de toda exigencia de verosimilitud”. Con el fotograbado, “fue posible, por primera vez, ver la mano de Dios al reproducir su obra” (Ivins, 1953, 178)

Referencias 

Burgos, Andrés. (2016) El partido. Buenos Aires, Tusquets Argentina.

Dos Passos, John. (2007) El gran dinero. Barcelona, Edhasa (edición original: The Big Money. Doubleday. Nueva York, 1936).

Forty, Adrian. (1988) Objects of Desire. Londres, Thames & Hudson.

Fusco, Renato de. (1986) Storia del design. Nápoles, Laterza.

Ivins, William. (1953) Prints and Visual Communication. Harvard University Press. Cambridge, MA, 1953).

Kinross, Robin. (2002) Unjustified texts: perspectives on typography. Londres, Hyphen Press.

Taylor, Frederick Winslow. (1919) The Principles of Scientific Management. Nueva York, Harper & Brothers).

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