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Cuatro coches amarillos en Tánger

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Cuatro coches amarillos rompen el vacío aparcamiento de camiones en el desierto puerto de Tánger, ahora que el tráfico pesado y de mercancías se ha trasladado al nuevo puerto de Tánger-Med a 35 kilómetros al norte de este lugar. La bahía aguarda para volver a abrirse a las murallas de la medina y que el paseo marítimo conecte la nueva zona de desarrollo hotelero del cabo Espartel con las faldas de la Kashba a los pies del antiguo puerto.

Un poco más arriba se encuentra la plaza del 9 de abril, fecha que conmemora la independencia de Marruecos, y antesala del Gran Zoco. Un cruce de caminos donde confluyen los tránsitos de mercaderes, turistas, taxistas, niños camino de la escuela y hasta los difuntos que reposan en el cementerio cuya ladera baja a beber de la fuente.

Varias terrazas se asoman a este fascinante espacio. En ellas, uno puede lanzarse a ganar la tarde observando el tiempo pasar junto a un te de menta bien azucarado y un narguile.

Dentro de unas horas pasaremos unas horas con Mon oncle de Tati, en el ciclo que le dedica la Cinemateca de Tánger. El cine Rif abierto en 1938 y recuperado como cinemateca en el 2006 con una biblioteca y un café, se ha convertido en lugar de reunión de los jóvenes intelectuales de la ciudad.

La cinemateca tiene dos accesos, uno que se abre al lobby de la sala de proyección, y otro lateral asociado a un lucernario que convierte en calle la cafetería y que sirve de acceso a la biblioteca. Sillas de pala de madera de alguna escuela cercana pintadas de amarillo, alguna butaca de cuero, una carpeta con carteles de películas antiguas, fotos históricas del cine en blanco y negro, máquinas de vending, globos de vidrio que llueven sobre mesillas con manteles vinílicos, un mostrador rojiblanco y los carteles fijados con chinchetas a la pared.

A la salida, y enfilando la Rue d´Italie nos topamos con una suerte de esculturas realizadas con alambres, grifos y tuberías de cobre, plomo y hierro en inestables equilibrios. Bien pudiera ser una muestra de arte povera, o el azar que asentó sobre el pavimento los restos de un desescombro.

Pero en realidad son los carteles anunciando a un profesional que ofrece su trabajo. Electricista, cerrajero, pintor o fontanero. Aquí no queda sitio para la tarjeta de visita. La seducción del artefacto improvisado y un maletín de cuero presto a enfrentarse a cualquier encargo.

Quizá lo mas contemporáneo sea esto, mostrar sin tapujos lo que las manos de uno saben construir, las herramientas con las que se trabaja y la infinita paciencia del que asume la máxima picassiana del “yo no busco, encuentro”.

En la cabeza una tarjeta de visita que citara Maeda en su libro The Laws of Simplicity y que se había convertido en la excepción a su segunda ley: la organización. Una tarjeta que nunca llegó al cubo de la basura. Una tarjeta delgada, color crema y con la imagen de una oveja mística. Comenta Maeda, que al principio achacaba la imposibilidad de deshacerse de ella a la atenta mirada del animal, pero había visto muchos rostros hacerse trizas en la máquina destructora de documentos otras veces así que esa no parecía ser la razón principal. No tenía una estrecha relación con la persona que se la había entregado (había coincidido con Hiroaki una sóla vez), así que tampoco tenía una carga sentimental añadida. Aún así, la tarjeta llevaba siete años sobre su escritorio y parecía que así iba a continuar. Nunca antes se había encontrado con una tarjeta con las mismas características que aquella. Era incapaz de deshacerse de algo único, irrepetible. Si los animales de granja se convirtieran en tendencia, otro gallo cantaría…

Cae la tarde. Los contenedores de los barcos y los camiones han dejado su lugar a una noria asentada sobre una moqueta amarilla que recoge los restos del día en medio de la nada. Una cesta protege el acceso a las pequeñas cabinas que giran y giran sin llegar a alzar lo suficiente el vuelo como para asomarse al mar que queda detrás de unos edificios militares. Los tubos fluorescentes en azul y rojo dibujan una estrella junto a una caseta de tiro, donde otro círculo sujeta unas blancas tizas para ser derribadas. Arquitecturas improbables, azarosas, a dos escalas diferentes pero con la misma extraña e imperfecta belleza: “the hard core of beauty” que dijera Zumthor.

El descanso llega en un remanso en la medina. Interiores que se esconden tras las angostas calles encaladas y tras los altos muros con pequeñas ventanas. Un edificio acostado junto al mítico hotel Continental, que utiliza de muleta la antigua muralla, que se asoma a la bahía de Tánger para escuchar el último canto del almuédano, o quizás el primero. Una casa donde las alcobas se ofrecen al patio, y donde la celosía le pone velo a corrientes y a intimidades.

Una barandilla que como un moderno mocárabe devuelve la luz que atrapa el lucernario a las plantas inferiores.

Fuera, la noche ha tomado el aparcamiento y una silueta construye la atmósfera de un espacio imantado.

Y vuelve el canto del muecín a inundar la ciudad.

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