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Cuestión de coherencia

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Teniendo como tenemos una sociedad cada vez más crítica y formada resulta un poco lamentable que el discurso de la publicidad, del marketing y de muchos diseñadores y arquitectos -para qué nos vamos a engañar, el discurso de nuestro colectivo no es mucho mejor- todavía siga intentando resaltar aspectos o propiedades que sus productos no tienen ni de casualidad. Pasa con los alimentos, con los cosméticos, los automóviles, el mobiliario…en definitiva, en prácticamente todos los sectores.
Además, parece que últimamente con todo lo relacionado con la sostenibilidad el uso de medias verdades está alcanzando unas cotas que empiezan a ser preocupantes. La sostenibilidad se ha convertido en un argumento de ventas de primer orden, y por lo tanto hay que explotarlo como sea.
A veces viendo anuncios, uno se queda con la sensación de que cualquier estrategia del tipo inventarse un sello ecológico de cosecha propia -sin que éste sea certificado por ningún organismo competente- o plantar un árbol por cada objeto que se venda ya convierte mágicamente una acción desastrosa en una medioambientalmente sostenible, y la realidad es muy distinta.
El caso es que cualquiera de nosotros lleva unos cuantos años oyendo hablar de conceptos a veces un poco difusos -y que a menudo no terminamos de tener del todo claros- como cambio climático, calentamiento global, deforestación, etc. y parece que el discurso por fin empieza a calar. Poco a poco el conocimiento que la gente tiene sobre el tema está pasando de una cierta ingenuidad inicial –perfectamente normal ante una problemática recién planteada- a uno cada vez más crítico y razonado, aunque hay que reconocer que todavía tenemos un margen de mejora enorme y mucho trabajo por delante.
El problema es que a la práctica, esta preocupación por los problemas de tipo medioambiental no se ha traducido en que las empresas intenten ofrecer productos que respondan a estos criterios, sino que éstas han buscado formas de aplicarle una “pátina ecológica” a lo que ya tenían en catálogo. A veces incluso no pasan de crear un nombre comercial que suene a ecológico –utilizar el prefijo “eco” empieza a ser ya demasiado recurrente- para vender el mismo producto que ya tenían, sin hacerle ninguna mejora de calado. Siendo una pátina algo superficial, podéis imaginar que la mejora ambiental tampoco pasa de ahí, un mero maquillaje.
Es por eso que la comparación entre el discurso que se utiliza para su venta, donde parece que este objeto salve el planeta -bosques y ríos incluidos-, y la cruda realidad, roza lo ridículo y casi podríamos decir lo ilegal. Está claro que existen excepciones, pero lamentablemente los que actúan diferente son precisamente eso, excepciones.
La solución está clara, y pasa como siempre por actuaciones a todos los niveles. Es necesario que las administraciones creen un marco normativo que permita comparar en igualdad de condiciones el impacto ambiental que genera cada producto, por muy compleja que resulte su implantación. Ya que la transparencia en la comunicación ambiental no está surgiendo de forma espontánea deberá venir obligada desde la administración, así tendremos un criterio real para decir qué producto es mejor y por qué.
También que los consumidores dejen de lado aquellos productos que utilicen un discurso medioambiental naif, optando por aquellos que comuniquen sus características con coherencia y claridad. Debemos ser conscientes que decantarse por un producto es un acto de responsabilidad y que al elegir legitimamos una política de ventas u otra.
Y, por supuesto, lo más importante de todo: que las empresas se apunten al carro de los que están haciendo las cosas bien, dejen de intentar teñir de verde productos que no lo son y se dediquen a fabricar productos mejores. Hacen tarde.

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