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¿Realmente es barato?

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Pues no, no es más barato comprar en el “chino” de la esquina, porque estamos comprando productos que, en la mayoría de los casos, son de baja e incluso dudosa calidad, lo que conlleva un deterioro temprano de los mismos y un potencial efecto negativo de éstos sobre nuestra salud, ya que los materiales utilizados y los procesos productivos llevados a cabo en su fabricación no suelen estar debidamente controlados. Por tanto, aquí hay que sumar, ya, el primer coste adicional al producto, coste que no pagamos en un primer momento en el establecimiento pero que, a corto y medio plazo, pagaremos en forma de tiempo perdido al tener que reemplazar el producto estropeado, roto, etc. , y tiempo que estaremos sin ese producto que ha fallado antes de lo previsto, y eso sin contar que podríamos caer enfermos o sufrir algún accidente como consecuencia de su uso. Por otro lado hay que añadir el coste del producto de reposición porque no es habitual dirigirse al establecimiento expendedor de artículos “low cost” a reclamar la garantía de 2 años que, por ley, tienen todos los productos, total ¿con lo poco que nos ha costado merece la pena? Pues sí que la merece, aunque nos haya costado 10 céntimos hay que reclamar, ya que hemos pagado por algo que ha de funcionar y durar, hemos pagado, incluso, por el derecho a tener una solución al problema, pero ¿alguien ha llamado alguna vez al servicio técnico o al departamento de atención al cliente de algún fabricante de éstos?¿Alguien ha entendido el farragoso manual de instrucciones de alguno de estos productos baratos?

Ahora, saliendo del estricto ámbito vecinal, nos damos cuenta de que, inmersos en pleno siglo XXI, estamos atrapados por el esquema de valores capitalista y a las necesidades básicas que nos aportan los productos les hemos sumado las otrora secundarias y ahora primarias de temporalidad/moda y economicidad extrema. En la sociedad de la rapidez y la impaciencia, en definitiva, sociedad del YA, la moda convierte en caducos, en cuestión de segundos, productos que aún podrían sernos útiles durante años. Lógicamente, para facilitar la renovación de productos, éstos han de abaratarse al máximo. Así, la industria occidental, en pro de satisfacer la voracidad consumista de sus clientes, ha ido trasladando progresivamente sus centros productivos a Asia, en algunos casos junto con sus estándares de calidad y en otros sin ni siquiera éstos; centros en los que la explotación laboral, en cualquiera de sus posibles manifestaciones, está, con frecuencia, a la orden del día. Este trasvase productivo supone un importante coste social, a tener en cuenta también, ya que conlleva la destrucción del tejido industrial y comercial en los países del, mal llamado, primer mundo, con la consecuente pérdida de puestos de trabajo que ello acarrea. Pero ahí no termina la cosa y no, por añadirlo el último, deja de ser importante; se trata del coste medioambiental que supone desechar productos con tan elevada frecuencia, inmersos en la errónea filosofía del producto caduco. Mal que nos pese, al final se hace patente el siguiente refrán: “Lo barato sale caro”, en este caso “muy caro”.

El diseño industrial, a pesar de la imagen popular que de él se tiene, no se queda en el exterior del producto, en su ámbito estético, sino que lo abarca por completo, incluyendo aspectos tan importantes como su vida útil, seguridad en su manejo, calidad de sus materiales y sostenibilidad. Es vital que el consumidor se conciencie de esta realidad y entienda que muchos de esos productos que compra a precios ridículos pueden, con toda seguridad, ser mejorables.
 

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