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Los nuevos roles del diseño

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A menudo los diseñadores, como profesionales de una disciplina que requiere unos ciertos conocimientos técnicos y que está además rodeada del misticismo de todo lo creativo, tendemos a pensar que poseemos una especie de verdad absoluta, que cuando hacemos proyecto éste iluminará al resto de humildes seres humanos con nuestras soluciones.

Aunque a algunos diseñadores esa dinámica pseudoartística –conste que no lo decimos en tono despectivo– les funcione más que bien, pensamos que la cosa no debe ir por ahí. Ya hace años que se viene escuchando que el nivel de complejidad técnica que requiere el diseño de cualquier objeto, por muy sencillo que sea, hace que sea imposible diseñar sin salir de la oficina a pedir consejo a especialistas en materiales, procesos productivos, etc. Siendo eso totalmente cierto, esta afirmación quizás en un futuro cercano se quede corta.

El diseñador –el de producto, sobretodo, aunque buena parte de estas reflexiones se pueden extrapolar a las otras ramas de la disciplina del diseño– forma parte de un engranaje productivo en el que cuentan tanto su criterio como el de los demás, cliente y usuario final incluidos. Aún teniendo un papel preponderante en este engranaje, ya que las soluciones que se tomen durante la fase de diseño afectan, y mucho, a las posteriores, un diseñador que no tenga en cuenta el punto de vista del usuario que se enfrenta a diario con el objeto que ha diseñado, probablemente no sea un buen diseñador. Y no hablamos de tener en cuenta su ergonomía o sus necesidades, cosa que se da por descontada, sino directamente su opinión, ya que existen muchas vías para obtenerla.

Un diseñador que menosprecie el criterio de su cliente, siendo éste un auténtico experto en su campo y el que más invierte y arriesga para que un producto funcione, está dejando de lado una serie de conocimientos que con bastante probabilidad harían de su diseño un diseño mejor. Conste que sabemos que existen clientes que no valoran el trabajo de los diseñadores –básicamente hacer cuatro dibujos, según algunos, un maquillaje a un objeto para dejarlo más bonito, según otros–, pero debe quedar claro que igual que existen los malos diseñadores también sucede lo mismo con los malos clientes.

El caso es que, teniendo en cuenta que la sociedad está cada vez más formada, y que además las herramientas de opinión y comunicación son fáciles, rápidas y universales, estamos obviando opiniones externas que sin duda harían los productos mejores. Aún sabiendo lo que cuesta renunciar a la posición de privilegio que tiene nuestra profesión, está claro que el futuro apunta a un camino donde cada vez más ejerceremos de conductores de necesidades colectivas que traten de aunar las opiniones constantes de clientes, productores, usuarios, departamentos de ventas, etc. en un equilibrio –inestable y complejo, lo sabemos– entre los criterios de todos, donde nuestro papel principal sea el de gestor o juez que aconseja y conduce la opinión del colectivo.

El resultado final ya lo sabemos: el diseño de un objeto, pero no el de uno que ha salido de nuestra inspiración divina, sino el de uno real modelado por todos los que de una manera u otra intervienen o participan en él. Desde luego, diseñar así parece un proceso lento y complejo, pero si el resultado final tiene como consecuencia que salgan al mercado menos productos pero que éstos sean mejores, quizás valga la pena tirarse a la piscina. Nosotros –por si acaso– ya nos vamos poniendo el bañador.

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