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Giulio Giorello, las tinieblas y la nada

Giorello nos acerca a una interpretación del universo que parte de las leyes de la física, la geometría y la matemática. Una visión de un mundo que surgió de las tinieblas –o de la nada, por llamarlo de otro modo–, y que pugna en su evolución por no volver a ellas. La dicotomía del bien y el mal, coincidente con la de la luz y la tiniebla, o la del día y la noche, es la página sobre la que se ha escrito la historia de la humanidad y también el paso de la creencia puramente religiosa a las teorías de fundamento científico.
 

Al principio creó Dios el Cielo y la Tierra. La Tierra era una masa informe y vacía y las tinieblas cubrían la superficie del abismo». Pero «dijo Dios: ‘Haya luz’ y hubo luz. Y vió Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas ». La luz llenó, por lo tanto, un vacío sin formas.

Pero ¿cuál es el sentido de estos enigmáticos versículos del Génesis? «Creo que la forma primera y corpórea, lo que algunos llaman corporeidad, sea la luz (…). Esta es capaz de multiplicarse y de propagarse, de manera instantánea, en todas direcciones. De modo que, cualquier cosa que produzca dicho efecto, o es luz o participa de su naturaleza.

Por consiguiente, o la corporeidad es la luz misma o se comporta como si lo fuera, dotando de dimensiones a la materia, que participa de la naturaleza de la luz y reacciona en virtud de la misma. Pero, en realidad, no es posible que la forma primera confiera las dimensiones a la materia en virtud de otra forma, posterior a ella. Por lo tanto, la luz no es una forma posterior a la corporeidad: es la corporeidad misma».

Dicho de otro modo: para componer el universo en su totalidad, a Dios le bastó con crear un único punto luminoso, y de este punto, exento de dimensiones, surgió una esfera de luz, dotada de extensión y de medida: las formas de las cosas contenidas en aquel punto inicial se han ido desplegando poco a poco –algo así como lo que sucede con una planta que nace de una minúscula semilla– dando origen al mundo tal y como lo conocemos.

La luz no es una forma posterior a la corporeidad: es la corporeidad misma.

Después de Einstein a muchos cosmólogos les encanta repetir que así podemos llegar hasta el Big Bang, la gran explosión, y así como los teólogos de la tradición judeocristiana se imaginaban que toda la especie humana tiene su origen en un único hombre, conjeturan que todo el universo haya surgido de aquella singularidad inicial del espacio-tiempo.

Las palabras que hemos citado como comentario a los versículos iniciales de la Biblia podrían, a primera vista, haber sido pronunciadas en algún congreso de cosmología científica, aunque con ligeras variaciones. Por ejemplo: la luz no se propaga de forma instantánea. Lo que sucede es que la velocidad a la que lo hace es muy superior a la que estamos acostumbrados. De esto se hicieron eco por primera vez en los colegios de Oxford, en la Edad Media. En realidad se han extraído del opúsculo De luce, de Roberto Grossatesta (Robert Greathead, 1175-1253), maestro seglar de la escuela franciscana y posteriormente arzobispo de Lincoln.

La tentación de leerlo como precursor de la teoría corpuscular de la luz, formulada por Newton, si no de la conversión de la materia en energía teorizada por la Relatividad einsteiniana, es irresistible. Pero no debe olvidarse que, para Grossatesta, el mundo en el que vivimos surge de una suerte de compromiso entre la naturaleza simple y única de la luz original y el proceso de «multiplicación infinita » que hace que la materia se convierta en algo vasto y múltiple. Término medio entre el infinito y el punto, el universo de De luce tiene la estructura de una esfera finita en cuyo centro se encuentra la luz en su máximo esplendor, alcanzando sus límites con el fenómeno de la refracción, que le impide segur difundiéndose. Este límite es el firmamento, que refleja su luz hacia el centro, ocupado por la tierra, nuestro habitat natural. Sus estrellas no brillan en vano, como dirá, en pleno siglo XVII, John Milton en el Paraíso Perdido, porque «se apagan y resurgen, de forma que la oscuridad total, a lo largo de la noche, no reconquiste el antiguo dominio y extinga la vida».

Roberto de Lincoln entra así a formar parte de la gran tradición del orientale lumen, o «luz de Oriente», esa especie de especulación que el Occidente cristiano recibe de los padres griegos de la Iglesia, a través de los monjes sirios, los teólogos bizantinos, los místicos irlandeses o los grandes iniciados judíos y árabes, no insensibles estos últimos a la fascinación que ejerce la India.

Pero no hay sólo un componente teológico: esta Metafísica de la luz de Roberto de Lincoln es también una física en la que ha hecho su irrupción la matemática. Las figuras geométricas, las mismas que utilizaban los griegos en la óptica, que los árabes han conservado y en las que han profundizado, son las formas de la propagación de la luz, y como la luz define todos los cuerpos, definen también «todas las causas de los efectos naturales» mediante «líneas, ángulos y figuras». Y si es Dios el que da forma a las cosas, de ello se desprende que Él es, sobre todo, el geómetra supremo. La idea de que sólo la matemática permita explicar un fenómeno, ya sea celeste o terrenal, constituye el hilo que une a Grossatesta con Galileo o Newton, convencidos de que el Señor del universo escribe «el gran libro del Mundo» con caracteres geométricos.

Pero en la historia que cuenta la Biblia la luz es lo opuesto a las tinieblas, informes y vacías, que también quieren su parte: «si en realidad el término luz significa algo, el término noche (=oscuridad) no puede no significar algo también», al menos así razonaba, algunos siglos antes de Grossatesta, Fredegiso di Tours (muerto en el año 834 de la era cristiana). Y como la teología cristiana, siguiendo el pensamiento judío, ha interpretado la obra de Dios, de la que habla el Génesis, como creación a partir de la nada, Fredegiso concluía en su epístola De nihilo et tenebris que «la nada misma significa algo».

A primera vista parecería que Fredegiso no hace más que destruir un mito (la identificación de las tinieblas con la nada) oponiéndole otros mitos (sus presuntas pruebas bíblicas); en realidad, lo que él hace es proponer un desafío a la lógica más que al sentido común. Si verdaderamente estamos convencidos de que podemos hablar de la nada, esta palabra debe tener para nosotros un significado determinado, es decir, debe significar algo, aunque pueda parecer que la existencia sea dominio exclusivo del ser y que deba excluirse de ella a la nada.

Así como el asno desearía ser un león, el cero se da importancia y pretende ser una cifra, aunque el signo ‘0’ denota la nada.

La existencia del cero es el correspondiente matemático de esta paradoja lógica: falta de un signo (una cifra que indica una cantidad) o signo de una falta. En un tratado de fines del siglo XV podemos leer todavía que «así como el asno desearía ser un león, el cero se da importancia y pretende ser una cifra», aunque «el signo ‘0’ denota la nada». Y el cero queda asociado al comodín del tarot, el loco, dado que este arcano, escribe en pleno siglo XVIII Court de Gébelin, «como nuestro cero, no cuenta cuando va solo, y no tiene más valor que el que otorga a otras cartas », lo que es como demostrar que nada está en condiciones de existir sin la locura.

La única justificación a la existencia de los filósofos parece ser su intento de erradicar la locura: a Bertrand Russell, en un capítulo de sus Principles of Mathematics (1903), debemos el que tal vez sea el análisis más sutil de la paradoja de Fredegiso y la justificación lógica del Cero: la «classe vuota» (es decir, el cero) se define empleando un «concepto contradictorio» cualquiera como «desigual a sí mismo», de modo que ningún objeto X pertenecerá a dicha clase, dado que de todo objeto X se debe afirmar que no es «desigual a sí mismo». Con esto aparecen como superfluas las tentativas filosóficas de justificar el cero, o la inexistencia, de una determinada cantidad como cantidad mínima: ningún placer no es un mínimo de placer, de la misma manera que el punto, tal y como se definía todavía en el siglo XVII, como «cero de los segmentos» no es en absoluto un segmento, etc. En el caso de una situación física, como sucede con el binomio luz y oscuridad, es absurdo definir la oscuridad como un mínimo de luz. Y no sólo absurdo: resulta totalmente inadecuado, como lo sería afirmar que «Aquiles era el más fuerte de sus enemigos».

Esta definición de las tinieblas, recurrente en la Escolástica medieval, era inherente a la idea de la positividad de la luz, que subyace en no pocas representaciones de lo divino. Y si Dios es la luz, la vida es luz y el bien es luz, y viceversa; las tinieblas se asociaron al mal y en el Caos Primero la Noche se identifica con la muerte. De manera análoga, el silencio es ausencia de sonido, la enfermedad ausencia de salud, etc. De los dos fenómenos de cualquier par, sólo uno se percibe como dotado de una existencia efectiva, mientras el otro es la ausencia, o el cero, del anterior.

Observaba en 1952 el epistemólogo Ludovico Geymonat que «la preocupación que se encontraba en la base de estas concepciones era siempre la misma: el no reconocer la verdadera existencia del fenómeno negativo para no tener que concluir, con Fredegiso, que también la nada es, de alguna forma». «La ciencia actual», continúa Geymonat, «ha recuperado a Fredegiso: el problema ya no es la explicación de la singular existencia que debería asignarse a los fenómenos nulos, sino el de aclarar el concepto general de ‘existencia de los fenómenos’ dentro del que se encuentra, como caso particular, también la existencia de los pares de fenómenos que se excluyen mutuamente. Se trata, por ejemplo, de provocar el fenómeno luz como se trata de provocar el fenómeno oscuridad (son bien conocidas las técnicas para crear modelos, cada vez más perfectos, de cámaras oscuras): se experimenta con las ondas sonoras igual que se experimenta con las ondas silenciosas que tienen la misma naturaleza que las ondas sonoras; se estudia el fenómeno salud de la misma forma que se estudian las innumerables enfermedades que los lógicos medievales hubieran intentado reunir dentro del antiguo concepto de absentia sanitatis».

La divinización de la luz, sin embargo, ha sido un feliz error. Se ha llegado —en Occidente— a la física matemática de Galileo y de Newton. Es cierto: pero la profundización de la misma teoría óptica podría, en último término, dar la vuelta a aquel ‘dogma’, de igual manera que una Storia della luce podría concluir con las palabras que el historiador Vasco Ronchi utiliza como final de la suya: «en la palabra luz no queda otro significado sino el de ausencia de oscuridad», es decir, cero tinieblas. Y esto vuelve a ser lo que criticó Fredegiso. Del mismo modo, mirando a Oriente (al extremo) se podría recordar que el Tao (la Regla) «hace aparecer una vez la oscuridad y otra la luz» y de la unidad subyacente obtenemos una vez el ying y otra el yang, de la misma manera que en el Fiat Lux de la Cosmología de Robert Fludd, podríamos también interpretar la oscuridad como figura y la luz como fondo.

Por decirlo en pocas palabras, todo esto no es más que un dibujo al estilo de Escher.

«En el crepúsculo anuncia el gallo la aurora: el sol resplandece a medianoche»: en un poema Zen se encuentra tal vez el sentido de esta cosmogonía de la luz y las tinieblas. Por decirlo en pocas palabras, todo esto no es más que un dibujo al estilo de Escher.
 

Giulio Giorello (Milán, 1945), es licenciado en filosofía y matemáticas, ha sido profesor de en las Facultades de Ingeniería, Filosofía y Letras y Ciencias y es actualmente titular de la Cátedra de Filosofía de las Ciencias en la Universidad de Milán. Colabora con Il corriere della sera. Es autor de varios libros de filosofía y director de la colección Scienza e Idee, junto con el editor R. Cortina.

Artículo publicado en Experimenta 41 con el título Las tinieblas y la nada.

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