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Daniel Gil por Alberto Corazón

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Como buen especimen «guttenbergiano» soy de los que creen que el mejor maestro no es el que te enseña, para eso están los libros, sino el que te estimula a hacer. Es una gran fortuna tener como maestro a Daniel Gil.

Nadie me ha enseñado tanto de mi oficio, ni nadie me ha empujado como él a explorar mis límites. Y sin que él lo supiera.

 

Nadie me ha enseñado tanto de mi oficio, ni nadie me ha empujado como él a explorar mis límites. Y sin que él lo supiera. La explicación, que necesita antecedentes, está en aquellos años de aprendizaje. En 1965 ó 1966, no recuerdo bien, comienzo a ganarme la vida como diseñador. Pertenezco por tanto a una generación que nace huérfana en medio de una oscura, estúpida e interminable posguerra. hasta las cubiertas de los libros y los carteles tenían que pasar una censura previa.

Es decir, un funcionario anónimo del Ministerio de Información decidía si aquello se podía imprimir o atacaba a los Principios Fundamentales del Movimiento. El fundamental de los Principios Fundamentales era, tal como venía escrito en las monedas, que Francisco Franco era Caudillo de España por la Gracia de Dios. Como ni el banco de España, ni los bancos de los banqueros, ni la iglesia, ni siquiera el papa (que también era elegido por Dios) objetaban nada, ni desde el punto de vista del dinero ni desde la manipulación de la Divinidad, las decisiones de la censura eran tan estúpidas como inapelables y misteriosas.


 

Para sobrevivir como diseñador, tenías que rentabilizar al máximo los escasos libros y revistas que podían llegar a tus manos.

Conservo algunos ejemplares censurados de aquellos años: una portada de una revista en la que me obligaba a tapar el escote de una actriz y un cartel para una obra de teatro, no autorizado porque tenía la imagen de un gran rey de bastos y el censor se maliciaba que aquello iba con segundas intenciones.

La censura era un primer castigo, y si la cosa iba a más había un segundo castigo: te retiraban el pasaporte. Ambos gestos eran explícitos, el asunto consistía en que tenías que pensar como ellos y olvidarte de qué ocurría en el resto del mundo. Para sobrevivir como diseñador, tenías que rentabilizar al máximo los escasos libros y revistas que podían llegar a tus manos e inventarte una «memoria virtual» con retazos de Bauhaus, constructivistas rusos y cartelistas y tipógrafos de la innombrable República.

Pertenezco por tanto a una generación que se autoenseña, y que trabaja ya profesionalmente cuando Daniel hace su aparición luminosa. Literalmente, el trabajo de Daniel era deslumbrante. Tanto que irremediablemente tímido, no me atreví a contactar con él hasta pasados unos años.

Quizá aquella distancia inicial venía provocada por el aura que rodeaba su repentina aparición: Daniel venía de Francia, decían, en dónde tenía ya un gran prestigio profesional, y venía además de la mano de Javier Pradera que, a su intimidatorio aspecto físico unía el hecho de que en cuanto decías una tontería te fulminaba con la mirada. Y, la verdad, sigo sospechando de mi mismo que se me escapan muchas tonterías.

El caso es que la autoridad intelectual de Pradera y el deslumbramiento profesional de Gil, adquirieron instantáneamente el carácter de legendarios y por tanto inaccesibles. La ausencia de compadreo fue muy beneficiosa, porque alejó el fantasma de la envidia por el de una profunda admiración. Sus cubiertas eran un permanente aprendizaje. En la exploración de la cuatricomía, en la utilización de tintas planas, del desajuste como recurso dramático, de la elegancia tipográfica, de la dosificación de la textura de las cartulinas, de la correspondencia analógica entre el texto y la imagen.


 

Durante muchos años nadie pudo hacer nada en diseño editorial que se aproximara a la mirada de Daniel

Daniel era «el hombre de oficio», el único verdadero profesional al que yo conocía y al mismo tiempo un creador sensible. No había comparación posible, su nivel era tan evidentemente inabordable que eso fue lo que provocó su extraordinario magisterio: nos obligó, me obligó, a buscar un camino personal, un lenguaje propio claramente alejado del suyo.

Durante muchos años nadie pudo hacer nada en diseño editorial que se aproximara a la mirada de Daniel so pena de parecer un plagio inadmisible. Y sin embargo, visto retrospectivamente su trabajo, no parece haber un «estilo» Daniel Gil. Quizá la clave esté en el «modo de ver» la cubierta y envolverte en la sugerencia.

Estamos ante un gran creador en el que, además, con el paso de los años, su autoridad magistral se ha incrementado con su autoridad moral. Daniel no ha hecho una sola concesión en su vida profesional. Tan absurdamente maltratada en los últimos tiempos. Me niego a aceptar que este fin de siglo haga irrepetibles a editores como Javier Pradera y diseñadores como Daniel Gil. Como pedía Cavafis: que nuestro camino sea largo.

El diseñador Alberto Corazón fue fundador y presidente de la Asociación Española de Profesionales de Diseño (AEPD). Galardonado con el Premio Nacional de Diseño en 1989, en la actualidad acaba de comisariar, junto a Enric Satué y Emilio Gil, la exposición «100 años de diseño gráfico en España. Signos del siglo», CNARS.

Artículo publicado en Experimenta 29 con el título 'Querido Maestro'.

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