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En fila india

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A nadie le sorprenderá que afirme que el montaje es una parte muy importante de cómo una exposición es recibida por el público que va a visitarla. En el caso de la que el Museo del Prado acaba de inaugurar sobre Rubens varios aspectos hacen de su montaje un elemento destacado del que quisiera hablar. Lo interesante es comprobar cómo una idea visual potente es siempre un buen argumento.

 Lo primero que me gustaría decir es que la exposición quiere mostrar, por motivos puramente circunstanciales, la gran colección que atesora el Museo del Prado de Rubens. La razón es que las salas donde habitualmente están sus obras maestras van a ser reacondicionadas. Por tanto, iban a ser descolgadas, así que, mejor que retirarlas, se pensó en hacer una exposición que acogiera tanto las ya expuestas como las que quedaban ocultas en los almacenes.

Rubens no está de moda aunque sea uno de los maestros indiscutibles. Reivindicar su figura es algo que una buena exposición puede fomentar. Una vez tomada esta decisión, la pregunta que se debió hacer el comisario de la misma es cómo enseñar las noventa obras que, más o menos, se querían colgar. Además, habida cuenta del poco espacio del que se dispondría, cómo, aquí, es no sólo de qué manera, sino, también, cuál sería el argumento que permitiera organizarlas dentro de las salas. Y es, precisamente ésta la feliz concatenación que se produce en esta exposición: en el montaje está el argumento y viceversa.

Vergara, Jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte, que es, además, el comisario, decidió que el único orden posible para enseñar una colección tan grande como heterogénea en géneros, formatos, temas y modos era el cronológico. De todos los posibles, el recurso biográfico, es siempre incuestionable. Se pueden intentar otras agrupaciones, más creativas e intelectuales, pero en esta ocasión, las circunstancias (no es fácil que se vuelvan a dar) permitían que, además, fuera inteligente y oportuna.

Hacer del tiempo la línea argumental permite reducir mucho el espacio. Los cuadros pueden estar literalmente uno al lado del otro sin otra virtud que atender a la tiranía temporal, sin concesiones a otros vasallajes como los contextuales, compositivos o estéticos. Esto nunca se hubiera podido hacer si no pertenecieran todos los cuadros al Museo del Prado (sólo pensar en la cara que pondría un correo que llevara su cuadro prestado al ver el hueco que se le había dejado en la fila india, uno se hace idea de cuantos vacíos imprevistos se hubieran podido producir).

 

 

El otro aspecto interesante, es la novedad que supone ver las dos salas de exposiciones sin compartimentar. Los cuadros recorren sus paredes y sólo un cubo blanco que juega en una sala con la oposición del vacío del lucernario de la otra, resuelve admirablemente las cuestiones funcionales de la gráfica explicativa que toda exposición necesita. Ver así, despejado, todo el tamaño que en realidad tiene la ampliación del museo nos da idea de lo mucho que aún se puede esperar de ellas. En este caso, Mikel Garay y Juan Alberto García de Cubas, quienes han realizado el montaje, han sabido sacar muy buen partido de las decisiones del comisario.

No es habitual ver a una institución como el Museo del Prado, que con tanta voluntad persigue no bajar nunca las expectativas de representar la excelencia, aceptar el riesgo que supone salirse del formato habitual. Sin duda, una decisión que ha de ser valorada por el acierto y, también, por la valentía y actualidad que encierra.
 

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