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La columna de Eugenio Vega: Think 

La columna de Joan Costa en Experimenta

La columna de Joan Costa en Experimenta

“Es el mundo de la gran industria, Obélix. Panorámix me habló alguna vez de ella”.(Astérix a Obélix, poco antes de dar su merecido a un romano en El escudo arverno, 1968)

I

Hace ya tiempo, en uno de esos frecuentes acontecimientos en los que el diseño intenta hacerse un hueco en los medios de comunicación (y en el interés de la gente), aparecía en el centro de la sala una cita que expresaba el espíritu de la celebración: “El buen diseño es un buen negocio”. 

Aunque la frase se ha atribuido a muchos, fue pronunciada por Thomas J. Watson Jr, en una conferencia impartida en la Universidad de Pensilvania el miércoles 31 de octubre de 1973, dos años después de abandonar la presidencia de IBM por razones de salud (Columbia University, 2022). La sentencia, compuesta en elegantes tipos grotescos, perfectamente espaciada (e iluminada con generosidad), podía llegar a nublar el entendimiento del visitante (como si fuera un plegaria) mientras caminaba por un espacio de esos que dicen disruptivos donde, a la menor distracción, era fácil dar con los huesos en el suelo.

II

A principios de los años cincuenta, Thomas J. Watson Jr. y el arquitecto Eliot Noyes se vieron atrapados en un atasco en Nueva York frente al escaparate de la tienda que la empresa italiana Olivetti (de quien nadie ya se acuerda) tenía en el centro de la ciudad (Bayley, 1979, 22). Parece que el local contenía, junto a las máquinas de escribir, numerosas obras de arte (pinturas y esculturas de gran mérito) expuestas sobre pedestales y frente a paredes de mármol. Watson debió sentirse en aquel momento como esos pequeños industriales de Miranda de Ebro cuando llegaban a la feria de muestras de Bilbao: “algo importante se me está escapando de las manos”. 

Según parece, comentó a Noyes que, a pesar de su tamaño y relevancia tecnológica, IBM carecía de identidad por lo que le encargó que pusiera en marcha un programa que dotase a la compañía de una personalidad fuerte y reconocible (una personalidad como Dios manda). Hubo grandes diferencias entre lo que hizo Olivetti y lo que pretendía hacer IBM, sobre todo, porque los componentes de sus artículos eran elaborados muchas veces en diferentes factorías de Europa y America, Y, aunque la iniciativa de IBM se inspiró en la empresa italiana, la escala y el planteamiento fue decididamente estadounidense. 

“Los productos de Olivetti que Watson admiraba eran cada uno de ellos muy peculiares pues expresaban el estilo de cada diseñador primero, y el de la compañía después. Watson quería que todos lo fabricado por IBM tuviera una apariencia común” (Bayley, 1979, 23).

A partir de un logotipo dibujado por Paul Rand, que olvidaba las viejas máquinas de cálculo y recordaba los tubos de rayos catódicos, Noyes impuso una práctica del diseño que, en más de una ocasión, tenía mayor presencia que sus propios productos. Y, como cualquiera hubiera imaginado, no reparó en gastos. Por allí pasaron, además de Paul Rand, el propio Eliot Noyes, Eero Saarinen y el matrimonio Eames, por citar solo a los más conocidos.

En 1971, Thomas J. Watson Jr. dejó la compañía por razones de salud y se puso a dar clase en la universidad hasta que, en 1979, por razones que se escapan al común de los mortales, fue nombrado por Jimmy Carter, embajador en Moscú. Como era de esperar, Watson se las prometía muy felices esperando animar a los atletas norteamericanos en el estadio olímpico de Moscú, pero el boicot de Estados Unidos a los juegos tras la invasión de Afganistán, le dejó sin motivo para celebración ninguna.

IBM System, modelo 2020. fotografía de autor desconocido. Norsk Teknisk Museum (CC BY-SA 4.0)

IBM tendría un papel importante (quizá a su pesar) en la revolución digital. Frente a la actitud siempre peculiar de Apple, proporcionó soluciones sencillas a problemas inmediatos. Con Watson ya jubilado, la compañía pidió a una pequeña empresa de software, Microsoft, que escribiese un sistema operativo para sus ordenadores. A partir de entonces, numerosas compañías de software crearon aplicaciones para el PC DOS y en poco tiempo el ordenador de IBM se convirtió en un estándar. La cifra de 250.000 unidades que la compañía pensaba colocar en el mercado quedaron muy lejos de los más de veinte millones de ordenadores que vendió en la primera década de la era digital. Además, cuando en 1983 Compaq analizó la BIOS, componente esencial de la máquina de IBM, escribió un nuevo código que hizo posible fabricar miles de ordenadores clónicos más baratos pero con un nivel de calidad similar.

III

La frase Good Design is Good Business ha sido empleada para demostrar el importante papel del diseño artístico en la economía: su práctica no es un asunto banal, según dicen, es un factor esencial de la actividad productiva. Es necesario recordar que, en la frase, la expresión Good Design no hace referencia a la Gute Form, el estilo impulsado por Max Bill en la segunda mitad de los años cuarenta, sino a ese otro concepto más resbaladizo de la “excelencia” (que tiene mucho que ver con la presencia de las artes en el diseño), palabra que, al igual que la de innovación, ha perdido casi todo su significado.

Quienes hablan de negocios insisten en esa idea del valor añadido que el rey Felipe VI suele incluir en los discursos de los Premios Nacionales de Diseño. Pero, la idea de los economistas de que el diseño añade valor al producto restringe la atención a una mínima parte de la compleja vida de cualquier artefacto, “deja otras consideraciones en un segundo plano e, incluso, las hace irrelevantes, ya sean psicológicas, culturales o ecológicas” (Krippendorff, 1995).

IV

Otras industrias creativas parecen tenerlo más claro. Así, por ejemplo, nadie discute que el cine de calidad es un buen negocio, pero que lo es también el cine malo (incluso, cuando es malo de solemnidad). Y lo mismo sucede con la mala literatura o con la mala música.

En el listado de las películas españolas más taquilleras de todos los tiempos no es fácil encontrar obras “excelentes”. Brillan, sin embargo, con luz propia, tanto en recaudación como en espectadores, tres grandes sagas: Ocho apellidos (vascos y catalanes), Torrente (cinco entregas) y Mortadelo y Filemón (tres películas). Si alguien piensa que eso solo sucede en España (“ese rastro que dejó en el camino el paso de la historia”) que intente buscar en el ranking de películas más vistas la posición de El manantial de la doncella o de cualquier otra obra (maestra) de Ingmar Bergman. 

Para la industria del cine, desde el punto de vista del negocio, la bondad de una película se mide en euros o en espectadores, no en críticas que las califiquen como “hitos del séptimo arte”. Cierto es que el éxito no niega el interés literario o artístico. Pero, entre Paul Newman interpretando a Eddy Felson en El buscavidas y Tomás Roncero haciendo de seleccionador de Cataluña en Torrente 5, hay algunas diferencias (aunque sea difícil verlas). 

De todas formas, si el diseño quiere tener la presencia social que corresponde a su volumen económico como industria creativa tendrá que abandonar esa concepción tan restringida y elitista que no hace más que presentarlo como una actividad marginal. Como recordaba Julier, es complicado cuantificar el diseño según el número de sus profesionales y su rendimiento. Así, por ejemplo, “las asociaciones proporcionan contactos para que los investigadores realicen esas encuestas, pero generalmente solo incluyen a quienes son miembros de esas organizaciones” (Julier, 2017, 5). Además, se olvida con frecuencia a todos aquellos que trabajan como diseñadores en empresas no vinculadas con el diseño, o como profesionales independientes. Y, por supuesto, a todos esos nuevos especialistas que surgen cada dos por tres, cuya actividad se confunde (o se superpone) con otras disciplinas difíciles de definir. Por si eso no fuera suficiente, cada vez es mayor la presencia de ese diseño profano o inconsciente practicado por personas sin cualificación reconocida. 

En realidad, Raymond Loewy (1955) no tenía razón, a pesar de tener el dinero por castigo: lo feo también se vende, como es lógico.

Referencias

Bayley, Stephen (1979) In Good Shape. Style in Industrial Products, 1900 to 1960. Nueva York. Van Nostrand Reinhold.

Julier, Guy (2017) Economics of Design. Sage. Londres.

Krippendorff, Klaus (2015). Rediseñar el diseño una invitación a un futuro responsable. Infolio.

Loewy, Raymond (1955) Lo feo no se vende. Iberia. Barcelona.

Watson, Thomas J. Jr. (1973). Good Design is Good Business, conferencia impartida en la escuela de Bellas Artes de la Universidad de Pensilvania. Columbia Univesity Libraries.

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