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La columna de Eugenio Vega: Miénteme y dime que me quieres

La columna de Joan Costa en Experimenta

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Miénteme. Dime que todos estos años me has estado esperando. Dímelo.
Todos estos años te he estado esperando.
Dime que te habrías muerto si no hubiera regresado.
Me habría muerto si no hubieses regresado.
Dime que aún me quieres como yo te quiero a ti.
Aún te quiero como tú a mí.
Gracias. Muchas gracias.

(Sterling Hayden y Joan Crawford en Johnny Guitar. Nicholas Ray, 1954)

I

Se tiene al diseño, como a la publicidad o a la literatura, por un artificio capaz de hacer que las cosas parezcan lo que no son. La creencia tan extendida de que el diseño puede obrar milagros queda confirmada en muchos casos por la práctica. Pero, para que tal cosa suceda es obligado que la gente ponga algo (o mucho) de su parte. Como explicó el propio Picasso, a poco que Gertrude Stein pusiera un mínimo de voluntad, acabaría pareciéndose al retrato que había pintado de ella. Y con un algo más de esfuerzo, cualquier pintura de Kandinsky podría parecernos una obra de arte.

Por otro lado, la publicidad y el diseño tienen, entre sus muchos objetivos, hacer felices a quienes viven la zozobra de haber tomado una decisión equivocada. Para ello proporcionan argumentos más o menos sólidos para apaciguar la conciencia de quien ha comprado, por ejemplo, un electrodoméstico de mucho precio (y escaso provecho) hasta el punto de que nos resulte irrelevante su rendimiento. 

Algunas compañías han conseguido, gracias a su atrevida comunicación, una presencia social tan grande que les permitiría vender el aire que respiramos siempre que estuviera envasado con gracia. Los anuncios de Benetton para la campaña primavera verano de 1992 no mostraban prendas de punto sino imágenes relacionadas con las tragedias de aquel tenebroso año: un cementerio en Yugoslavia, una imagen de la guerra de Ruanda o la muerte de un enfermo de sida. Las vallas, que utilizaban una retórica más propia de la comunicación pública que de los anuncios comerciales, produjeron un impacto que la compañía supo aprovechar para consolidar su marca más allá de lo que fabricaba y vendía. Benetton alcanzó el sueño de cualquier gran empresa: que su prestigio no dependiera de la calidad de sus artículos, que la relevancia de su marca no tuviera que ver con su ropa, sino con su presencia social en el panorama comunicativo (Ollins, 2004, 23). 

Y aunque Benetton ya no es lo que era, su ejemplo sigue siendo válido para comprender este aspecto de la sociedad de consumo. Ese truco del almendruco (branding, imagen de marca), que consigue lo imposible, no es otra cosa que olvidar a Santo Tomás (metiendo la mano en la herida de nuestro señor Jesucristo) y llegar a creer en lo que no vemos y no creer en lo que tenemos delante de nuestros ojos. Una fe inquebrantable que impida reconocer, no solo los defectos propios, sino las virtudes ajenas. 

Kyrie Irving, el desnortado jugador de los Brooklyn Nets (apartado del equipo por negarse a ser vacunado) sigue creyendo, a sus casi treinta años, que la tierra es plana como una galleta y eso que ha viajado por medio mundo para jugar al baloncesto. 

Por motivos parecidos, cuando en 1994, la primera versión de Quark X Press para Windows funcionaba en un PC Intel 80486 mucho mejor que en un Power Macintosh, los usuarios de Apple sonreían irónicamente. Su convicción en la integridad moral de la empresa fundada por Steve Jobs era tal que les permitía resistir las intrigas del maligno. La entereza de ánimo de aquellos usuarios nada tenía que ver con la desazón de San Antonio (en el maravilloso cuadro de Patinir y Massys), incapaz de resistir “a tres mujeres jóvenes ricamente vestidas que tratan de apartarle del camino de la virtud, incitándole a la lujuria” (Museo del Prado, 2021).

Elisabeth (Liz) Taylor y Richard Burton durante una rueda de prensa en el aeropuerto de Schiphol en los felices años de su primer matrimonio. Ámsterdam, lunes 26 de abril de 1965. Fotografía de Joop van Bilsen, Nationaal Archief. Dominio público.

II

Pero, además, el diseño contribuye a modelar las relaciones sociales mediante la compra y el uso de los objetos. Poseer algo define a una persona en la medida que deja ver que tiene dinero (y salero) para comprarlo, y dice mucho del palo del gallinero que nos corresponde a cada uno en esa granja que es la sociedad moderna. 

Thorstein Veblen decía hace más de un siglo que la única forma de dejar claro que uno es verdaderamente rico es gastar el dinero a lo tonto en cosas inútiles. Un día, Michael Jackson (que Dios tenga en su gloria) salió a dar una vuelta y compró dos jarrones chinos que le costaron medio millón de dólares (más o menos). Cuando llegó a su modesta casa colocó las dos maravillosas piezas de cerámica en un rincón donde quedaron tan muertas de risa como la enciclopedia Espasa en la biblioteca de la familia Cebolleta.

Pero lo que se conoce en economía como el efecto Veblen, una forma de consumo conspicuo que carece de utilidad concreta, no es lo único que mueve los mecanismos del mercado. Hay también muchos consumidores que prefieren adquirir un artículo cuando son mayoría las personas que lo quieren. Aunque Veblen pensara que compramos para dar envidia, en muchas ocasiones lo hacemos para diluir nuestra presencia entre el resto de la gente. Entre las razones del éxito de Ikea está el hecho de que ofreció a los consumidores un procedimiento para la integración social que consistía en comprar muebles de nombres impronunciables (a precios razonables) que “todo el mundo” ya tenía.

Una de las mejores defensas de esa forma de entender la vida puede encontrarse en la película Fahrenheit 451 que dirigió François Truffaut en 1966. La misma argumentación aparece también en el libro original de Ray Brabdury (1953), pero la adaptación cinematográfica lo expresa con mayor claridad. En una de los rutinarios servicios a que obligaba la quema de libros, los bomberos irrumpen en una casa donde hay una inmensa biblioteca cuya propietaria se niega a abandonar la vivienda. Mientras deciden cómo quemar la casa con todos esos libros (y si hacerlo con la dueña dentro), el jefe de los bomberos, el capitán Beatty (Cyril Cusack), explica a Montag (Oscar Werner) la única forma de alcanzar la paz social y la armonía entre los seres humanos:

“Mire, todo esto son novelas. Tratan de personas que jamás han existido. Las gentes que las leen quedan descontentas de sus propias vidas y sienten deseos de vivir de otro modo, lo que jamás podrá ser en la realidad […] ¡Ah! Este debe ser muy profundo, La ética de Aristóteles… Cualquiera que lo haya leído por fuerza ha de considerarse superior al que no lo ha leído. Y es inútil, compréndalo, Montag: todos hemos de ser iguales. Solo se alcanza la felicidad estando todo el mundo al mismo nivel. Por eso debemos quemar los libros. ¡Todos los libros!” (Fahrenheit 451, 1966)

III

Para sobrellevar estos tiempos (modernos y difíciles) no queda más remedio que asumir la incertidumbre a que nos han llevado las crisis del pasado y comprender la realidad tal como es. El mundo del mañana (por llamarlo de algún modo) no solo se construye con innovaciones tecnológicas y buenos propósitos sino con anhelos y deseos, muchas veces, irracionales y absurdos. Al contrario de lo que afirmaba Papanek, el mundo real lo forman también los caprichos de quienes gastan lo que no tienen en cosas innecesarias, y en quienes mueven Roma con Santiago para evitar el rechazo social. 

Toda esa compleja interacción entre quienes producen cosas sin sentido y consumidores que hacen grandes esfuerzos para conseguirlas es parte del mundo en que vivimos, por mucho que nos pese.

Referencias

Brabdury, Ray. (1991) Fahrenheit 451. Nueva York, Ballantine Books.
Genji, Liyama. (1993) United Colours of Benetton: Global Vision. Tokio, Robundo Publishing.
Ollins, Wally. (2004) Brand. Las marcas según Wally Ollins. Madrid, Turner.
Veblen, Thorstein. (1899) The theory of the leisure class: an economic study in the evolution of institutions. Nueva York, Macmillan. (edición española: Teoría de la clase ociosa. Fondo de Cultura Económica. Ciudad de México, 2004).

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