La columna de Joan Costa en Experimenta

La columna de Eugenio Vega: De cómo Carlos Estuardo, rey de Inglaterra y Escocia, perdió el amor de su pueblo

We three kings of Orient are,
Bearing gifts we traverse afar,
Field and fountain, moor and mountain,
Following yonder star.

John Henry Hopkins, Jr, 1857

I

Desde que el mundo es mundo las grandes instituciones han hecho del diseño un instrumento para definir su estructura y describir sus funciones. En realidad, “de todos los modos en que puede influir en cómo pensamos, el único que se reconoce sin discusión ha sido su capacidad para expresar la identidad de una organización” (Forty, 1986). El diseño puede servir, por tanto, para explicar a la gente la forma y la naturaleza de algo que de otro modo podría mostrarse carente de sentido, ya fuese por su dispersión geográfica o por su confuso origen. 

Los imperios, los ejércitos, las órdenes religiosas y las empresas modernas lo han utilizado para comunicar ideas acerca de cómo son (o de cómo quieren que crean que son) no solo a quienes integran esas organizaciones, sino a quienes son ajenos a ella por completo. Así sucedió que, a medida que Roma conquistó Europa y el sur del Mediterráneo, sus edificios (levantados conforme a modelos estandarizados) contribuyeron a imponer en esas naciones el derecho romano y sus formas políticas. Esa presencia de un estilo reconocible contribuía además a que los colonizados no olvidaran su vínculo con la metrópoli y evitasen (por su bien) cualquier tentación secesionista.

Pero el diseño también tuvo la virtud de regular la interacción dentro de esas instituciones porque era capaz de modular las relaciones entre sus miembros y podía expresar la posición de cada quien en la interacción social. Los ceremoniales cortesanos de la Europa del siglo XVII no son más que una refinada practica del diseño para normalizar las relaciones con los miembros de la Corona y ordenar la vida dentro de palacio. 

Esta interacción jerárquica se extendió pronto a otros sectores sociales. En palabras de Forty (1986), tales procedimientos ponían en evidencia el inferior estatus de los sirvientes: “así, por ejemplo, no era de recibo que un sirviente pudiera dar ninguna cosa a su señor sino por medio de una bandeja de plata”. Del mismo modo, la distribución de las viviendas propiciaba la segregación de funciones y clases sociales de una manera tajante. En las residencias de la alta burguesía europea, siguiendo (a su manera) la estructura palaciega y los ceremoniales cortesanos, cada planta de la casa estaba asignada a un grupo social, y esa segregación se manifestaba en el confort en que cada uno de esos grupos vivía. 

II

En su excelente ensayo España en su cenit, Jordi Nadal describe la España del Renacimiento, aquella que alcanzó la hegemonía política en el mundo, como una época de pujanza y vitalidad. Pero, al hacer un excesivo énfasis en aquel tiempo tan singular, olvida que la influencia cultural de España en Europa se extendió al siglo siguiente y fue especialmente llamativa en lo que se refiere a la moda y  las costumbres cortesanas. 

“El dominio alemán en la vestimenta europea, con sus colores brillantes y sus hechuras atrevidas, dio paso a la influencia española, de estilo más ajustado y discreto, con preferencia por el color negro. Pudo deberse, en parte, al gusto personal del propio emperador Carlos V, conocido por la sobriedad de su vestimenta, pero también tuvo mucho que ver el creciente poder de España en todo el continente. Cuando en 1556, Felipe II heredó el trono, la corte española se convirtió en un admirado referente para el resto Europa” (Laver, 1982, 88). 

En Inglaterra, la presencia española era ya evidente en los últimos años del reinado de Enrique VIII y la costumbre de vestir de negro se impuso en las décadas siguientes. A pesar de los enfrentamientos entre Felipe II e Isabel I, esa tendencia a los colores oscuros se vio acompañada por vestidos que se volvieron poco a poco más ajustados. Por parecidas razones, la influencia española “fue responsable de los elegantes guantes de piel tan apreciados por los isabelinos y que serían fabricados en Inglaterra a partir de 1580” (Laver 1982, 102). Algo parecido sucedió con el calzado: las botas, hasta entonces más propias del trabajo o la milicia, se convirtieron en delicadas prendas de vestir gracias a las mejoras en su manufactura que tuvieron lugar en los talleres de la ciudad de Córdoba. Según explica James Laver, la palabra inglesa cordwainer designa a aquel artesano que práctica el oficio de la zapatería a la manera cordobesa (Laver, 1982, 102). Y, aunque parezca sorprendente, la revolución de los Países Bajos y la larga guerra que provocó no impidieron que se mantuviera entre los protestantes la vestimenta severa que habían llevado los españoles, aunque, bien es cierto, en su variante más rancia y puritana. Además, la representación de las figuras en los retratos, con un pie algo adelantado, habitual en la iconografía europea, había tenido su origen en España.

La consecuencia de todo ello es que se extendió por Europa la rígida etiqueta de la corte de los Austrias y que Madrid se convirtió en un referente del ceremonial cortesano durante todo el siglo XVII. 

III

Como recuerda Simon Thurley, Carlos I de Inglaterra y Escocia fue uno de esos reyes que perdió la cabeza más de una vez. La segunda (y definitiva) tuvo lugar en enero de 1649 cuando, en tiempos de Cronwell, se dictó sentencia contra el monarca y su cabeza rodó hasta caer a un cesto una vez seccionada del resto del cuerpo (Thurley, 2021).

Pero la primera ocasión en que sucedió tal cosa lo fue en circunstancias menos comprometidas. En sus años mozos, siendo Príncipe de Gales, Carlos Estuardo sintió un impulso irrefrenable de ver mundo y decidió viajar a  España por dos nobles motivos: conocer la corte más deslumbrante de la Europa de su tiempo y pretender a la bella infanta María Ana, hermana del recién coronado Felipe IV. Aunque parezca extraño, quiso llevar a cabo tal proeza de forma discreta (dada su natural modestia), evitando el revuelo que provocan los miembros de cualquier familia real en cuanto mueven un dedo. Bajo el nombre de Jack Smith, y acompañado por tan solo tres personas, atravesó la inhóspita Francia y llegó a Madrid, donde fue recibido con todos los honores a principios de marzo de 1623. 

Durante más de cinco meses estuvo hospedado en ese Alcázar madrileño que sería devorado por las llamas cien años más tarde, repleto de obras de arte. En ese tiempo, tuvo la oportunidad de conocer las colecciones reales y puso el mayor interés en estudiar la arquitectura de palacio, el protocolo de la corte de los Austrias y sus prácticas religiosas. Del Alcázar tomó buena nota para reorganizar las dependencias de la corona en Londres, cosa que hizo en cuanto fue proclamado rey en 1625.

De cómo Carlos Estuardo, rey de Inglaterra y Escocia, perdió el amor de su pueblo
Grabado en madera que describe (como puede) la ejecución de la sentencia por la que Carlos Estuardo, rey de Inglaterra y Escocia, fue condenado a que “su cabeza fuera separada de su cuerpo […] en Whitehall, el trigésimo día del mes de enero [de 1649], entre las diez de la mañana y las cinco de la tarde”. Dominio público.

IV

El viaje de Carlos Estuardo a Madrid dice mucho de la influencia de España en la Europa de entonces. Esa relevancia, que iba más allá del poder político de los Austrias, dejó una profunda huella en las costumbres y la cultura de otros países. Para muchos, aquel viaje determinó el interés por el arte de la corona inglesa, afición a la que Carlos Estuardo destinó cuantiosas sumas de dinero (en su afán por rivalizar con Felipe IV) y que le acarreó la impopularidad de su amado pueblo. Sus refinadas costumbres y su matrimonio con la católica Enriqueta María de Francia (además de su nefasta política) terminaron por alejarlo de los partidos puritanos que veían en la iglesia de Roma y en el culto a las imágenes la degeneración más absoluta de la barbarie católica.

Alec Guinnes encarnó a Carlos I en Cromwell, la película de Ken Hughes (1970). En una escena memorable, el actor, cubierto con una capa negra (a la manera española) sube al cadalso donde le espera el verdugo; por unos instantes se detiene y se dirige a la multitud, que no espera otra cosa que ver rodar su cabeza, para decir sus últimas palabras:

“Dios es testigo de que he perdonado a quienes me han traído hasta aquí y rezó para que no recaiga sobre ellos la culpa de mi muerte. Hasta el último día he querido mantener la concordia en mi reino. Dejo ahora una corona perecedera por otra incorruptible que no es sino la paz eterna”.

Referencias

Forty, Adrian (1986) Objects of Desire. Londres, Thames and Hudson.

Hughes, Ken, director (1970). Cromwell, con Alec Guinnes y Richard Harris. Columbia Pictures.

Laver, James (1982) Costume and Fashion. Londres, Thames and Hudson.

Nadal, Jordi (1999) España en su cenit. Barcelona, Crítica

Thurley, Simon (2021) The Spanish Culture of Charles I’s Court, conferencia en el Museum of London, septiembre de 2021.

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