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Luis M. Mansilla, la quietud de la órbita

El pasado 22 de febrero, el arquitecto Luis M. Mansilla falleció inesperadamente en Barcelona. Pedro Feduchi, diseñador y amigo personal de Mansilla, ha querido rendirle homenaje a través de un texto en el que rememora sus primeros pasos.

 

Luis Moreno Mansilla ha fallecido cogiéndonos a todos por sorpresa. Nada podía presagiar que la mañana del miércoles 22 de febrero la noticia de su muerte nos trajera la tristeza y la impotencia de sentirnos tan frágiles como humanos, la constatación de algo que olvidamos habitualmente, lo azaroso y arbitrario que es nuestro paso por el mundo. En su caso deja una trayectoria rota a la mitad, un viaje a medio camino que había recorrido con la intensidad que a pocos les está permitido y que había sabido llenar de jalones importantes rebasando los límites en donde el resto común de los mortales nos paramos tan sólo a mirar.

Mansilla y Tuñón, 2007.

Conocí a Luis al poco de entrar en la escuela de arquitectura, el momento en el que se hacen los amigos para siempre, y desde entonces mantuvimos una estrecha relación y a pesar de lo espaciados que fueran nuestros encuentros, siempre brotaba al instante la naturalidad y el afecto de los que han pasado por muchas juntos. Además de compartir estudios por las mañanas, las tardes las pasábamos trabajando para Rafael Moneo y todavía nos quedaba tiempo, ahora no se me ocurre cómo, para montar nuestro primer estudio en compañía de Álvaro Soto y de Sigfrido Martín Begué, quien nos abandonó, también, hace un año. En ese estudio juvenil preparamos nuestros fines de carrera e incluso ganamos nuestros primeros concursos. Luis, en el torbellino de ideas que surgían fruto de la creativa e impetuosa inexperiencia, llenaba de cordura y madurez nuestras decisiones. Como si fuera ayer lo veo, hace ahora más de treinta años, afilar su lápiz y disponerse a dibujar los árboles que rodeaban las tumbas del crematorio de Alcobendas, concurso con el ganamos nuestro primer premio y que a punto estuvimos de construir.

Como Álvaro Soto había hecho el año anterior, Luis ganó la Beca de la Academia de Roma donde pasó un año y donde conoció a Carmen Pinart, la delicada pintora que luego sería su mujer. Nada presagiaba que en la siguiente convocatoria fuera yo el que ocupara su puesto allí, ni que a mi vuelta, Sigfrido, ya como pintor, tomara el testigo. Los cuatro pasamos por Roma en periodos sucesivos, lo que nos unió aun más al compartir tantos intereses comunes. Pero ese estudio de juventud sufrió con las idas y vueltas y no se pudo mantener. Luis encontró en Emilio Tuñón, otro amigo de escuela y compañero de tablero en el estudio de Moneo, su nuevo y definitivo socio y colaborador.

Lo que más me sorprendía al ver sus obras era que al final había tal complicidad que lograban la serenidad de los atenienses con el ímpetu de los espartanos.

Juntos comenzaron una fulgurante carrera de éxitos que a todos nos enorgullecía compartir como generación. Fueron los más brillantes, los más precoces, los más valientes, los más trabajadores. Quienes primero consiguieron articular una voz propia con la que poder comunicar sus ideas y con la que concebir la arquitectura de un periodo que necesitaba frescura y profesionalidad, en un país que por entonces se sentía joven y que consintió que sus jóvenes cooperaran en su transformación.

Su imparable trayectoria de éxitos, desde los primeros concursos hasta la llegada de los encargos, no fue nada en comparación con lo que sucedió al ver cómo se materializaban sus ideas. Una tras otra fueron abriendo brecha hasta que llegó la maestría que vemos ya en sus obras más recientes como el hotel Átrio y el Centro de Arte Helga de Alvear, ambos en Cáceres, o el ayuntamiento de Lalín en Pontevedra. El MUSAC fue ya un impacto por la naturalidad con la que sus celdas espaciales de hormigón blanco se quebraban y contra-quebraban, haciendo que los espacios interiores vibraran con la serenidad barroca del bajo continuo mientras, al exterior, el colorido le añadía el contrapunto de una conversación a varias voces que les reclamaba el espacio público de su plaza.

En el proyecto para el Museo de las Colecciones Reales supieron apreciar la falta que hacía la serenidad de la gran escala en la maltratada cornisa de Madrid. Aunque Luis no podrá ya ver el resultado de las intuiciones que les llevaron a adoptar tan valientes decisiones, no me cabe duda que nada de lo que surja después se le haya escapado intuir desde el proyecto que ahora está en marcha. A pesar de lo mucho que he conocido a Luis y a Emilio, no podría dividir las aptitudes como equipo más allá de la forma vital en la que se presentan, la apasionada inmediatez que emana en Emilio frente a la reflexiva tranquilidad con la que Luis meditaba cada palabra que escuchábamos salir de su boca. Sin embargo, lo que más me sorprendía al ver sus obras era que al final había tal complicidad que lograban la serenidad de los atenienses con el ímpetu de los espartanos. Un mezcla maravillosa y equilibrada que está presente en cada uno de sus edificios y que a Emilio, ahora en solitario, le tocará continuar.

musac-Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León, Mansilla y Tuñón, 2005.

Hace algunos años, no muchos por cierto, cuando después de las vacaciones de verano nos reunimos para charlar y ponernos al día de las últimas cosas de familia y trabajo, nos contó Luis que había aprovechado su descanso en San Clemente para observar todas las noches la reluciente luna en el despejado y amplio cielo manchego. Tanto la había mirado y observado que finalmente había llegado a comprender la mecánica de los movimientos que se establecen entre la tierra, el sol y la luna. No se crean que sea algo sencillo e inmediato. Sobre el papel todos sabemos el curso teórico que hacen por separado cada uno de ellos, pero no basta con la explicación abstracta y geométrica que estudiamos en el colegio para poder decir por qué la luna, de naciente a creciente, cambia la inclinación de su parte iluminada, o cuál es la posición que ocupan la tierra y el sol en cada momento para que progresivamente cada veintiocho días pase de nueva a llena. Así era Luis, inquieto para querer interiorizar por sí mismo lo que otros le habían explicado, pausado y tenaz para no dejar que el día a día le quitara de hacer lo que tenía que hacer. Estoy seguro que ese verano les dedicó a Carmen, su mujer, y a sus hijas, Luz y María, todo su tiempo de descanso. Pero, sin restarles ni un instante de la dedicación que la época de relajo le brindaba, tuvo también sus ratitos para mirar al cielo por la noche y entender cómo es el suelo donde pisamos.
 

Un comentario en “Luis M. Mansilla, la quietud de la órbita”

  1. el mejor in memorian sobre luis… personal y no solo profesional, sobre él y no sobre el que lo escribe,
    RIP luis moreno

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