La columna de Eugenio Vega en Experimenta

La columna de Eugenio Vega en Experimenta. Hoy: La práctica de la enseñanza y la enseñanza de la práctica

I

How green was my Valley (¡Qué verde era mi valle!) fue estrenada en 1941 con gran éxito de crítica y público. Aunque en principio iba ser otro, fue finalmente John Ford quien dirigió una película ambientada en el sur de País de Gales, pero rodada en las montañas de Santa Mónica, en California. Los guionistas hicieron de su capa un sayo con el relato original de Richard Llewellyn: quitaron hermanos a la numerosa familia, simplificaron el argumento y evitaron los contenidos más atrevidos de la novela.

En un momento de la película, con la trama bien avanzada, Huw Morgan, el hijo menor, ingresa en una escuela pública para hacerse un hombre de provecho. A pesar de haber leído a Tenysson, Huw es para los profesores un ignorante que no puede desprenderse de su acento galés. El señor Jonas, firme convencido de que la letra con sangre entra, quiere encarrilar al joven Morgan a base de bastonazos, práctica habitual en la enseñanza británica hasta bien entrado el siglo XX.

La columna de Eugenio Vega en Experimenta. Hoy: La práctica de la enseñanza y la enseñanza de la práctica
Richard George Cruikshank. Caricatura sobre el castigo corporal en las escuelas inglesas. The Comic Almanack, John Camden Hotten, Londres, 1839. British Library.

Dos amigos de la familia Morgan, el boxeador de medio pelo Dai Bando y su compinche Cyfartha, deciden ir a la escuela con el fin de dar una lección al tal Jonas en el más amplio sentido de la palabra. No se trataba solo de un escarmiento, sino de contribuir a la formación de alguien tan hábil con el bastón como con la tiza. Cuando se plantan en el aula, interrumpiendo su disertación, y tras un breve saludo, dejan claro que llegan guiados por la idea de que nunca es demasiado tarde para aprender. 

En resumen, Dai Bando ha venido desde bien lejos para enseñar el noble arte del boxeo conforme a las reglas del marqués de Qeensberry (que Dios tenga en su gloria). No tiene otro método que lo que John Dewey, y otros pioneros de la educación moderna, llamaban el “learning by doing”, es decir, enseñar (y  aprender) mediante la práctica de una actividad, en este caso, completamente manual. Y que mejor forma de llevar a cabo esa docencia que dando una paliza al señor Jonas, para que sepa por donde soplan los vientos de la pedagogía más reciente. Desgraciadamente, cuando el maestro queda medio inconsciente en el suelo, Dai Bando se ve obligado a reconocer que “nunca llegará a nada en el boxeo”, y Cyfartha solo puede añadir que “es incapaz de aprender nada”.

II

Este episodio sirve de excusa para exponer algunas ideas sobre el eterno debate acerca de lo específico del diseño en materia de educación. Pretende también hacer otras reflexiones sobre la enseñanza en general, un oficio que afronta importantes desafíos en un momento de grandes transformaciones.

En primer lugar es necesario referirse al carácter práctico de la docencia, ese “learning by doing”, como método para el diseño, que obliga a confrontar lo que se explica con un resultado material. Para bien o para mal, esos procedimientos han alejado a su enseñanza de la “nefasta” influencia de los libros, algo que la Bauhaus evitó (plenamente convencida) no abriendo su biblioteca hasta diez años después de que la escuela estuviera en funcionamiento. 

Aprender mediante la práctica contribuye a una acción conjunta del cuerpo y la mente, una tarea que, necesariamente, va más allá de la simple exposición de principios teóricos. Pero el trabajo práctico tiene también el riesgo de eludir la reflexión, más aún cuando se simula una actividad profesional. En tales circunstancias pueden invadir el aula todos los vicios de la realidad, esa tendencia a hacer lo de siempre que acaba con cualquier amago de innovación.

El segundo aspecto tiene que ver con el argumento de autoridad que fundamenta la base de la educación. Según ese principio, quien enseña algo debe haberlo practicado (como Dai Bando) con la exigencia a que obliga la práctica profesional. David Ogilvy se quejaba de que la mayoría de los profesores no habían ejercido nunca la publicidad, y un lamento parecido se escucha en otras muchas disciplinas. Se dice que Zidane es un gran entrenador porque fue un jugador extraordinario, algo que le da un ascendiente enorme sobre la plantilla. Pero Mourinho no fue nada como futbolista y llegó a ser, a su manera,  un entrenador de primer nivel, aunque parezca sorprendente. 

Cierto es que en más de una ocasión la relación con el profesor se funda en el precedente del vínculo entre maestro y discípulo forjado en tiempos más antiguos (Cole, 1983). En la película Rembrandt de Alexander Korda los discípulos del gran maestro holandés justifican lo que les cobra por dejarlos trabajar con él y cómo consienten muchos de sus caprichos. Johannes Itten era un tipo desagradable, su comportamiento era en ocasiones injusto y colérico. Igual de insoportable podía resultar su compatriota Max Bill, un hombre demasiado pagado de sí mismo como para intentar comprender las necesidades de cualquier estudiante. Pero ambos tenían, por las razones que fueran, un enorme prestigio. 

Aunque este argumento parece esencial para que quien aprende confíe en quien le enseña, esa autoridad no tiene que ver con cualidades objetivas que puedan medirse sino con otras apenas definibles.

Sin embargo, durante décadas el diseño ha hecho lo posible por alcanzar una posición académica, empeño que ha traído sus consecuencias (buenas y malas). Para prestigiar la profesión ha buscado el respaldo de las titulaciones y para ello ha aceptado que la formación tiene lugar en las aulas y ha asumido los procedimientos que dan acceso a la docencia. Ese prestigio social no es un asunto menor: todas las profesiones, desde los médicos a los abogados, han buscado el reconocimiento por ser miembros de un grupo social, más que por sus méritos individuales

Cada vez son más los docentes en diseño que ostentan el título de doctor y que dedican mucho tiempo a esa locura que es la redacción de artículos académicos en revistas indexadas. El objetivo de todo ese esfuerzo no es otro que sumar puntos para una carrera docente que dura toda la vida. Pero esa nueva situación ha cerrado el paso a que muchos profesionales puedan impartir clase, porque aunque tengan una titulación superior, su dedicación apenas les deja tiempo para que puedan avanzar en esa disparatada carrera docente. 

Por último, la escena muestra un aspecto de la enseñanza que no es menor: dar clase es un espectáculo, quien enseña actúa ante un público al que de debe convencer de la validez de sus conocimientos con el único objetivo de que cambien de actitud y hagan algo. No basta con que admiren al docente, deben creer en él hasta el punto de seguir con toda convicción sus propuestas. 

Su autoridad proviene de su capacidad interpretativa, de su talento para hacer creíble lo que están contando más que de ninguna otra cosa. En realidad, un buen docente no tiene por que saber mucho, y son otras las virtudes que lo hacen útil; la empatía, la claridad expositiva, el conocimiento de los alumnos (de sus virtudes y de sus defectos) son esenciales para enseñar; pero también su relación con los otros profesores o la curiosidad intelectual son necesarias, tanto como su conocimiento de la materia. 

La puesta en escena no es un asunto menor ni en la educación, ni en casi nada. Así ha sido siempre. Pero si antes la enseñanza recordaba al teatro, en la última década, gracias a Internet se asemeja a otras artes menos nobles. El lenguaje de los negocios (con su escasa inclinación por la crítica) parece sustituir el debate abierto sobre el que se fundamenta la transmisión del conocimiento. Del mismo modo que sucedió con la invasión de las presentaciones cuando los proyectores digitales invadieron las aulas (Tufte, 2003), un método puede llegar a imponer un lenguaje y, con él, su propia manera de pensar. 

Quizá uno de los mayores riesgos del diseño es su debilidad ante los discursos de otras disciplinas, sobre lo que se ha escrito bastante. La referencia continuada a expresiones de otras culturas no contribuye a que el diseño se muestre con la consistencia necesaria. Más bien, acaba por limitar la propia expresión a una versión simplificada de otras disciplinas más consolidadas. 

Referencias

Cole, Bruce. (1983) The Renaissance Artist at Work: From Pisano to Titian. Nueva York, Harper & Row, Publishers.

Krippendorff, Klaus, (2016) Design, an Undisciplinable Profession, en Joost, Gesche, Krippendorff, Klaus et al. Design as Research: Positions, Arguments, Perspectives. Birkhäuser. Basilea.

Tufte, Edward. (2003) The Cognitive Style of PowerPoint. Chesire: Graphics Press.

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